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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

Recuerdos del Titanic

David Torres

 

Hace unos años, el actor Daniel Day-Lewis decidió romper con su novia por fax. Supongo que, de haber ocurrido el incidente ahora, le habría enviado un SMS, más que nada para ahorrar dinero y tiempo. La tecnología, que tanto parece haber facilitado las relaciones humanas, también parece haberles podado encanto y romanticismo, reduciéndolas a poco menos que los huesos. Algunos SMS, con su ortografía amputada y su sintaxis ortopédica, son algo así como el mínimo común divisor del sentimiento amoroso ("T KIERO"), telegramas instantáneos, ecuaciones eróticas donde el remitente apenas logra indicar otra cosa que su urgencia.

En menos de un siglo, hemos viajado del telégrafo al SMS, pasando por el mensaje telefónico y el correo electrónico. Cuando el "Titanic" se hundió, después de chocar con un iceberg, el telegrafista aún tuvo tiempo de radiar un SOS: uno de los primeros mensajes de socorro de la telegrafía sin hilos. En septiembre del 2001, algunos de los pasajeros secuestrados en los aviones que acabarían por decapitar las Torres Gemelas, pudieron lanzar, gracias al móvil, los últimos y desesperados mensajes de despedida a sus seres queridos. El pequeño latido del teléfono en el pecho sonaba con la diástole distante de un corazón que se apaga. Cambian los medios, las ondas, las redes, pero una despedida sigue siendo una despedida.

Durante mi niñez, algunas tardes subía al piso de arriba, donde una vecina me prestaba tebeos atrasados. Su marido era un anciano venerable, uno de los primeros radiotelegrafistas de la marina mercante española. Una noche de 1912, en medio del Atlántico Norte, había oído, cruzando la noche fragorosa del océano, tiritando frenéticamente bajo sus dedos, el solemne SOS del "Titanic". Ya apenas veía y casi no hablaba, pero, desde que me lo contó, estar con él, hojeando los tebeos que su esposa me guardaba, era como visitar un pecio vivo del siglo XX.

Muchos años después, durante mi juventud, viví el naufragio de un noviazgo que se fue hundiendo a cámara lenta. Una pasión meteórica, fugaz como un cometa, uno de esos amores de combustión interna que, por su propia naturaleza ígnea, no puede durar más allá de sus cenizas. Ella se fue a Londres y, al principio, en los primeros meses de fuego, nos escribíamos cartas incendiarias que cruzaban el cielo con puntualidad aérea. Eran misivas decimonónicas, llenas de recovecos, de circunloquios, de mensajes secretos: toda una retórica desgastada que venía envuelta en tinteros, plumas de ganso y candelabros, desde una época a punto de extinguirse, donde el cartero llevaba, en su mochila de cuero, trozos de corazón humano.

Luego sus cartas se fueron distanciando, goteando, hasta que no hubo más, y tuve que recurrir al siglo XX: al teléfono. Me gasté una verdadera pasta sólo para farfullar, en mi pésimo inglés, con el hotelero que la alojaba o el dueño del restaurante en el que trabajaba, si sabían dónde estaba, qué pasaba con ella, dónde se había metido. Y a mí qué me importaba, decían con razón y con perfecta dicción británica. Cuando regresó a Madrid, no quedaba una sola ola del naufragio y su corazón estaba más frío y lejano que las calderas del "Titanic", hundidas en su sueño eterno a más de cuatro mil metros de profundidad. Nunca aprendí inglés.

En ocasiones me pregunto qué hubiera pasado con aquella historia de amor si la tecnología hubiese dado unos años antes el salto definitivo a internet y al móvil. Seguramente nada, porque el amor viaja sin necesidad de hilos, cables o redes, y el olvido también. Al menos me hubiese quedado la esperanza de sentir la estocada mediante un breve y afilado SMS ("PASO D TI"), de llegar al naufragio con tiempo de lanzar, quizá, los botes salvavidas. Una carta siempre deja esperanzas, pero un SMS es como la biopsia de un informe médico: expeditivo y mortal. Al menos, la novia de Daniel-Day Lewis tuvo la suerte de recibir un fax.

Recuerdos del Titanic
 

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